Protección de la fauna y bienestar animal

Macaco en un restaurante, Pakistán

De todos los caminos que tomas en la vida, asegúrate de que algunos sean de tierra.

John Muir

El título de este reportaje incluye dos conceptos muy golosos. Me explico: ante la pregunta “¿defiendes la protección de la fauna?”, casi todo el mundo responderá con un rotundo y orgulloso sí. Y lo mismo sucederá si la pregunta es “¿te importa el bienestar animal?”. Pero cuando poner en práctica estos conceptos exige un esfuerzo por nuestra parte, el sí rotundo y orgulloso suele diluirse en un montón de matices hasta casi desaparecer.

La inteligencia superior de Homo sapiens nos coloca por encima del resto de los animales —desde nuestro punto de vista—, pero todos vivimos en el mismo planeta y todos sentimos en mayor o menor medida. Todos los mamíferos y algunas aves tienen conciencia y establecen lazos familiares y sociales. Los simios superiores y algunos córvidos incluso son conscientes de sí mismos, pero por lo visto esto no es motivo suficiente para no someterlos a nuestra voluntad. En última instancia, ¿tenemos derecho a explotar y maltratar al resto de los seres vivos solo porque son menos inteligentes o porque perciben la vida de otra manera? De lo que no hay duda es que tengamos o no derecho a hacerlo, lo hacemos. Simplemente porque podemos y porque nos conviene.

En un futuro no muy lejano es bastante probable que existan seres humanos mejorados, más inteligentes, con más memoria y sensaciones agudizadas. Serán seres superiores. ¿Tendrán derecho a explotar y maltratar a los Homo sapiens no mejorados? Esta angustiosa pregunta la plantea veladamente Yuval Noah Harari en su libro Homo Deus. Es una pregunta que pone de relieve el lado más oscuro de la humanidad.

En este artículo vas a ver unas cuantas imágenes y a leer unas cuantas ideas; es posible que algunas te resulten incómodas porque descubren que nuestro comportamiento es poco respetuoso con el medio ambiente y con otras formas de vida. Pero antes de emitir un juicio de valor sobre lo que explico, recuerda que las ideas que gobiernan nuestras decisiones las elaboramos en función de nuestras costumbres, nuestras necesidades y nuestros gustos, y luego tratamos de justificarlas con razonamientos no del todo objetivos.

En el siglo XXI una parte importante de la población mundial es consciente de los efectos que causa el ser humano sobre el estado de la Tierra. Ecología, naturaleza, cambio climático, contaminación, conservación, tráfico de especies... son términos e ideas muy en boga en los medios informativos. De hecho, numerosas organizaciones se dedican en cuerpo y alma a cada uno de estos aspectos. Y en el mundo de la fotografía y el vídeo han proliferado los documentales y los concursos enfocados a la conservación del medio ambiente y a la denuncia ecológica.

Peshawar, Pakistán

Una escena que en Occidente resulta chocante y muy desagradable, pero que es habitual en países donde el concepto de reciclaje no ha arraigado todavía. La gente, como antaño, sigue tirando todo lo inútil al suelo, al río, al mar, solo que ahora los residuos plásticos permanecen y dañan el medio ambiente, quizá para siempre.

Pero nuestra empatía hacia los animales no humanos es variable, y depende de su número, tamaño, morfología, proximidad y de un concepto tan vago y parcial como la “belleza”. Y por supuesto, también está enormemente condicionada por nuestra fuente de ingresos y nuestros hábitos. No valoramos igual a un lobo que a un murciélago, a un águila que a un cuervo, a un delfín que a un pulpo, a un oso polar que a un atún rojo, independientemente de si están o no amenazados o son más o menos inteligentes. Tampoco sentimos lo mismo si se mata a un cerdo o a una vaca por su carne y su piel que si se mata a un zorro ártico o a un armiño exclusivamente por su piel, aunque todos ellos se encuentren confinados en una granja y el sufrimiento que experimentan sea similar. Y no cabe duda de que los trabajadores de una empresa de productos cárnicos no opinarán lo mismo sobre la idea de prohibir las explotaciones ganaderas que los trabajadores de una empresa de carne vegetal.

Muchos condenamos la caza recreativa como una actividad perversa, moralmente despreciable. Pero los animales que mueren de un tiro en la naturaleza sufren mucho menos que los que acaban sus días haciendo cola en un matadero sin haber disfrutado nunca de la libertad. También, por mucho que nos cueste admitirlo, la caza es la única forma ecológica de comer carne, aunque con matices importantes.

Un aeropuerto cualquiera
Un aeropuerto cualquiera

Animales salvajes incautados en diferentes aeropuertos del mundo. La policía de aduanas los exhibe a la vista de todos los pasajeros para que tomemos conciencia de que la posesión y el tráfico de fauna protegida son delitos penados por ley. Vale la pena quedarse un rato mirando estas vitrinas de la muerte, un reflejo inquietante de una oscura parte de la naturaleza humana.

Las granjas de animales salvajes, donde empoderados matarifes liquidan a placer leones, elefantes, rinocerontes, leopardos, jirafas, búfalos, etc. a cambio de enormes sumas de dinero son un ejemplo repugnante de hasta dónde llega la vanidad y el desapego de algunas personas. Pero si solo tenemos en cuenta el sufrimiento, estos pobres animales llevan una vida más digna que los millones de animales-cosa-producto que matamos cada día de forma automatizada en enormes instalaciones industriales.

Creo que el aspecto ético más deplorable de nuestra industria alimentaria es que alrededor de una tercera parte de todo lo que producimos no se consume, se pudre en la basura, según un estudio del Programa de Acción sobre Residuos y Recursos (WRAP) realizado en 2008. Es decir, que un tercio de los animales que matamos para comer los tiramos a la basura. No obstante, a los animales que hemos matado les da igual si los tiramos a la basura o si nos los comemos. Su sufrimiento será idéntico.

Según nuestra moral existen dos líneas casi infranqueables, una que divide la conservación de la fauna del bienestar animal, y otra que divide nuestros hábitos y nuestra economía de la protección del medio ambiente. Dicho de otro modo, nuestras costumbres y nuestra economía condicionan nuestro compromiso con la naturaleza. Con un par de ejemplos esto se entiende mucho mejor: (1) muchos conservacionistas luchan con denuedo para prohibir las granjas de peletería, pero no tienen problemas con el sufrimiento de los millones de animales de granja que criamos y matamos cada año;  (2) a cambio de un poco de bienestar, ¿estamos dispuestos a usar menos el transporte privado?, ¿a reducir drásticamente el uso de plástico?, ¿a no renovar nuestro vestuario cada temporada?, ¿a reducir el consumo de energía eléctrica?, ¿a dejar de comer carne?

Un bosque, podría ser en cualquier lugar del mundo

Allí donde llegamos sembramos basura: colillas, botellas, bolsas, latas, combustible... ¿Por qué algunas personas son tan poco consideradas con la naturaleza? Es una pregunta que no me resulta fácil responder.

Hasta mediados del siglo XX la mayoría de las personas consideraban los bosques poco más que despensas de alimento y madera. En el siglo XXI cada vez son más los que defienden una actitud respetuosa hacia las formas de vida no humanas y rechazan de pleno el mercantilismo animal y la tortura en fiestas antes consideradas “cultura y tradición”. Dentro de unos cuantos años es posible que la sociedad se pregunte cómo el ser humano podía tratar a los animales como si fueran simples productos o cosas.

Sin lugar a dudas, reducir drásticamente la población mundial solucionaría en gran medida la presión que ejercemos sobre la Tierra. Pero ello requeriría un consenso global sobre el control de la natalidad. Y también exigiría renunciar a una economía basada en el crecimiento continuo. Dos propuestas que no parecen posibles por su incompatibilidad con la naturaleza humana. Muchos rebaten el argumento del decrecimiento basándose en que el desarrollo tecnológico lo soluciona todo y en que en la Tierra hay recursos de sobra y que solo es necesario repartirlos bien y aprovecharlos juiciosamente. Pero los recursos son finitos, no se reparten bien y no se aprovechan juiciosamente.

Palau Sikandang, Indonesia

Aunque desde hace años está prohibido el uso de cianuro y explosivos para pescar, los habitantes de estas islas siguen usando estos medios destructivos y cortoplacistas para ganarse la vida. El coral, antes numeroso y saludable, ha quedado reducido a un amasijo de fragmentos que tapiza el lecho del mar. Y los peces ya no abundan como hace unas décadas. La sobrepesca comercial, incentivada por países ricos ávidos de pescado, ha conducido a esta situación insostenible para muchos isleños.

El incremento de acidez (pH) de los océanos a causa de la absorción del CO2 atmosférico está provocando graves problemas en casi todos los organismos marinos. En menos de 100 años el mundo será un lugar muy diferente.

Si todo el mundo consumiera con la voracidad de los países ricos necesitaríamos varias Tierras para vivir. Y Tierra, que se sepa, solo hay una. Además, el problema no se reduce únicamente a la disponibilidad de recursos. En nuestro planeta viven muchos otros animales a los que estamos rapiñando su medio natural y se ven obligados a recluirse en zonas cada vez más pequeñas, alteradas y contaminadas. Según la ONU somos directamente responsables de la desaparición de más de 150 especies de animales cada día. 

La naturaleza prístina, antes abundante y extensa, se convierte día a día en un concepto, en una idea bucólica que asociamos a cualquier entorno más o menos natural, humanizado o no. Pero lugares verdaderamente prístinos quedan muy pocos, cada vez menos. Todos los queremos, pero todos los destruimos.

Little Corn Island, Nicaragua

Los pescadores de estas islas voltean las tortugas que capturan para evitar que regresen al mar. De este modo pueden conservarlas durante días antes de venderlas. La mayoría de los que vemos esta imagen sentimos empatía por la tortuga y nos preguntamos cómo el ser humano puede ser tan cruel. Sin embargo nos mostramos casi indiferentes ante las penurias de millones de animales a los que obligamos a vivir hacinados, sin respetar su comportamiento social, para luego sacrificarlos en mataderos. La cosificación de algunos animales no humanos nos inmuniza contra su sufrimiento.
Ende, Flores, Indonesia

Mientras no suceda en nuestra casa y suframos consecuencias directas, no parece que nos importe mucho esquilmar los océanos, llenarlos de plástico y pescar los peces de países pobres gobernados por políticos corruptos. Con nuestros mercados bien surtidos nos da más o menos igual que los mares de otros países se hayan quedado apenas sin recursos. De la boca de los políticos salen frases bonitas, pero vacías de significado práctico.
Niñas con caracolas, Ibo, Mozambique

Mientras no suceda en nuestra casa y suframos consecuencias directas, no parece que nos importe mucho esquilmar los océanos, llenarlos de plástico y pescar los peces de países pobres. Con nuestros mercados bien surtidos nos da más o menos igual que en otros países se hayan quedado apenas sin pescado. De la boca de los políticos salen frases bonitas, pero vacías de significado práctico.
Mercado de pollos, Pakistán

Una escena que nos incita a apartar la mirada a todos los que no estamos acostumbrados a estos mataderos al aire libre. A pesar de que muchos censuramos este tipo de prácticas, nuestra respuesta sería más contundente si en lugar de pollos se tratara de animales a los que no consideramos “alimento”, como visones, zorros, gatos, perros, monos… Se podría argumentar que los pollos no están en peligro, que no tienen conciencia de sí mismos o que son poco inteligentes. Pero en este grupo de “consumo” también incluimos animales más inteligentes, que nos reconocen y expresan emociones, como meros, pulpos, ballenas, cerdos, vacas, cabras, caballos…

En enormes instalaciones industriales, ocultas a menos que queramos ver, cada año matamos alrededor de 50.000 millones de pollos, 1.500 millones de cerdos, 200 millones de vacas, 400 millones de ovejas, 400 millones de cabras… Al margen de si nos importa o no el bienestar de estos animales, es un hecho incontrovertible que la cría masiva de ganado es responsable de alrededor de un 20 % de la emisión de gases de efecto invernadero, de una deforestación sin precedentes, de un consumo de agua insostenible y de un nivel alarmante de contaminación del suelo y los cursos de agua.

A causa de su elevado consumo de agua, de terreno y de calorías vegetales, la producción de carne, proceda de ganadería extensiva o intensiva, nunca es ecológica.
Vendedores de aceite de lagarto, Rawalpindi, Pakistán

En unos potecitos de plástico se esconde la poción mágica que todo lo cura: aceite de lagarto. Primero se abre en canal a uno de estos reptiles y luego se exprimen sus entrañas para conseguir este preciado líquido. Naturalmente todo es mentira, ese aceite mágico no sirve para nada, solo para provocar sufrimiento a unos desdichados animales. Algo parecido sucede con rinocerontes, tigres, pangolines..., por cuyos tesoros personas sin escrúpulos pagan miles de euros con la esperanza de una vida plena de salud y bienestar.
Águilas, Lahore, Pakistán

Dos águilas y su cuidador frente a la mezquita Badshahi, en Lahore, Pakistán. A cambio de unas pocas rupias puedes hacerte una foto junto a uno de estos magníficos animales. Solo que con cada foto se refuerzan las cuerdas que los mantienen presos. De fondo, desenfocado, un milano observa desde las alturas.
Macaco en un restaurante, Pakistán

Un macaco pasa sus días encadenado a una especie de noria oxidada. Su dueño lo utiliza para entretener a los clientes del restaurante de carretera que regenta. Los monos, como muchos otros animales que viven privados de libertad, se consideran fauna salvaje, y por lo tanto disfrutan de un estatus superior al de otros seres vivos que consideramos simplemente “ganado”. No obstante, su sufrimiento puede ser similar. Muy probablemente esta imagen nos despierte más compasión que la siguiente: un burro agotado, con la mirada triste, condenado a tirar de un carro por las atestadas calles de Peshawar.
Burro tirando de un carro, Pakistán
Vendedor de serpientes, Pakistán

Un hombre vende serpientes en un barrio de Peshawar. Me muestra una de las tres que guarda en un pequeño saco de tela, parcialmente descamada y con bastante mal aspecto. Le pregunto a mi amigo Akhtar qué hace la gente con las serpientes, y me contesta que a algunos les gusta tenerlas como mascotas.
Mercado de pájaros, Pakistán

En el mercado de pájaros de Peshawar infinidad de aves cambian de manos a diario. Es una actividad económica que mantiene a una amplia comunidad de personas. Torcaces, periquitos, jilgueros, loros...

Un error muy común es criminalizar a los vendedores directos de animales salvajes, cuya única fuente de ingresos puede ser esta actividad. El problema de la conservación de la fauna y el bienestar animal es polifacético y está muy arraigado en la cultura y la sociedad.
Espectáculo callejero en Lahore, Pakistán

Espectáculo callejero en el que un marjor y un macaco divierten al público. El marjor mantiene el equilibrio sobre una delgada columna de madera compuesta por varias secciones. Mientras, el macaco hace flexiones y muestra a la gente un tarro metálico para recolectar rupias. Por supuesto, estos pobres animales no se divierten.
Bazar de animales en Karachi, Pakistán

Águilas, perros, gatos, monos, loros... esperan en diminutas jaulas metálicas a que alguien decida comprarlos y llevárselos a casa, donde vivirán el resto de sus días como mascotas. Quizá, los más perjudicados sean las grandes rapaces y los monos.
Cornamenta de carnero de Marco Polo, Gorno-Badajshán, Tayikistán

En una de las zonas más pobres de Asia Central existen varias reservas de caza para millonarios. Armados con potentes fusiles, estos cazadores con ansias de vivir aventuras épicas pagan hasta 45.000 dólares para poder matar carneros de Marco Polo (Ovis ammon polii), el muflón más grande del mundo. Los pamiris consideran a este animal un heraldo de la libertad, y desde tiempos inmemoriales indican el camino con una o varias cornamentas para guiar a los viajeros y darles buena suerte.

La falta de recursos y la corrupción generalizada hacen muy difícil la protección de uno de sus depredadores naturales, el leopardo de las nieves (Panthera uncia). Personajes de la peor calaña con los bolsillos llenos de dólares pagan fortunas para sortear la ley y abatir a uno de estos magníficos felinos. En el Pamir de Tayikistán quedan entre 120 y 300 ejemplares.

Desde siempre, todos los animales han sido presas y predadores, ya sean insectos, aves, peces o mamíferos. Esta relación entre cazadores y presas conduce al equilibrio en la naturaleza, salvo que exista un animal muy superior a los demás. Y aquí es donde entran los homininos.

Desde hace unos 6 millones de años hasta hace unos 30.000 años existieron varias especies del género Homo, que vivían de la caza y la recolección. La evolución natural de todos los seres vivos hace que sobrevivan aquellos que mejor se adapten al cambio. Homo sapiens, gracias a su enorme inteligencia, empezó a prosperar a gran velocidad aprovechando todos los recursos a su alcance.

Durante el neolítico, hace unos 8000 años, poco a poco dejamos de ser cazadores recolectores y adoptamos la agricultura y la ganadería, que cambiarían para siempre el mundo. En aquel entonces habitaban la Tierra unos 10 millones de humanos; en la época del imperio romano éramos alrededor de 200 millones; hace poco más de un siglo, en 1900, 1.650 millones; ahora, en 2024, superamos los 8.000 millones, y seguimos creciendo.   

Desde un punto de vista biológico, Homo sapiens es una plaga fuera de control.

El filósofo Thomas Hobbes lo expuso de forma muy clara: “Homo homini lupus est” (El hombre es un lobo para el hombre).

Si quieres contactar con el autor puedes visitar su sitio web en indomitus.eu o escribirle a tato@indomitus.eu